lunes, 30 de abril de 2007
La Nueva España (Tino Pertierra): Cierra los ojos
Cuando cierras los ojos, todo puede suceder. La frase era algo más que una defensa de la fantasía como herramienta con la que reconstruir la realidad. Era una confesión en toda regla de alguien que nunca había dudado en dar a la imaginación un papel esencial en su vida. Tal vez, en ocasiones que no admitían reparos, un papel prioritario. «Ya sé que no eres creyente», le dijo él, «pero a veces me da la impresión de que crees en cosas que están más allá de lo que vemos». «Pues claro», aceptó ella, «pero eso no me hace esclava de ninguna religión, yo no entrego mi pensamiento a nadie que me exija pleitesía». Cuando era adolescente, Raquel solía preferir quedarse sola en casa los domingos -las malditas tardes de domingo en las que el tiempo se vuelve denso y dañino, interminablemente lento- antes que salir con amigas devoradoras de pipas o pretendientes con aires de chuleta cruda. Prefería, sí, estar en su cuarto escuchando música con los ojos cerrados y la imaginación abierta de par en par a mundos que nadie, ni siquiera sus padres, conocían. Era su territorio secreto y no expedía pasaportes a intrusos, por queridos que fueran. «¿Nunca me contarás alguna de tus fantasías?», preguntó él una madrugada especialmente ardiente en la que las sábanas acabaron al otro lado de la habitación. Ella le miró con desconfianza no exenta de satisfacción por despertar curiosidad en alguien que se negaba a mostrarse vulnerable por ese flanco. «Te contaré la última», dijo con una sonrisa indulgente, «a cambio de que nunca la utilices en tu contra. «Trato hecho», aceptó él. «Ayer iba en un taxi a medianoche», dijo ella, «la radio estaba encendida, sonaba Sinatra y me sentí tan a gusto que imaginé que cerré los ojos e imaginé que el taxi se detenía junto a la puerta de aquella casa rural donde fuimos tan felices durante 35 horas, ¿recuerdas?». «Recuerdo», dijo él. «Y seguí imaginando», dijo ella, «imaginé que al despedirnos no subíamos a coches distintos, sino que íbamos en el mío, y que entonces los malditos frenos del tuyo no fallarían en aquella curva y que seguirías vivo, y que esta noche, ahora, estaríamos aquí, abrazados, contándote los secretos que nunca te dije».
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